Recuerdo despertar en la mañana para correr por el regalo de navidad que dejaba cada año (sin falta) Santa Claus en nuestro árbol, rodeado de luces que titilaban y unas enormes botas de lana colgados de las ramas, renos, alces o dulces en figuras de caricaturas.
-Hoy Santa te dejó algo muy increíble ¿ya viste?- preguntó papá mientras señalaba el barro que solo podía dejar la bota de Santa al entrar a nuestra casa y dejar el regalo (que por cierto ya no recuerdo)
Grite feliz y me atreví a pensar que yo era la persona más afortunada en el mundo, ningún otro niño tenia la huella de la bota de Santa Claus en su sala.
Le pedí a mi mamá que no barriera la bota y la dejara ahí, hasta que el barro se secó y un día, cuando llegué de la escuela, el barro no estaba y la ilusión se esfumó.
A decir verdad no sé que pensaba con guardar el recuerdo, probablemente hubiese esperado al próximo año a las doce hasta que Santa llegase y le pediría de nuevo que embarrara sus dos botas esta vez e hiciera de este pequeño sueño, una completa realidad.
Pero eso no pasó.
Los años siguientes encontré a papá y mamá siendo mi Santa Claus favorito en todo el planeta, ellos eran quieres tenían la creatividad para encender en mí, la chispa que debe tener todo niño- la fe-.
Entonces guardé silencio y por años continué viendo al Hada de los dientes o al ratón, a los títeres que tenían vida en las manos de papá y en los cuentos que leían los labios de mamá (y no me culpen).
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Descubrí que ellos eran y serán por siempre mi mejor regalo...
Con honra para mis creativos y también extraordinarios papás y al mejor autor de la fe (Dios).
Diciembre del 2007
Justo en la ternura