Desde hace años digo que la escritura es
mi punto de encuentro,
el único espacio en el que no estoy tan perdida,
ni tan hundida, ni tan brutalmente devastada,
es como la cura contra la peste infernal que le da al corazón los días fríos de octubre,
que hasta hoy no me habían parecido tan severos y solitarios.
La escritura me permite desbordarme,
para al instante contenerme, no dejarme caer,
como si estuviera caminando,
o peor aún,
saltando sobre una cuerda floja pero sin ningún riesgo de caer en el vacío.
La escritura me desnuda por completo,
me deja sin piel, sin rostro,
sin sistema nervioso,
hasta sin los huesos,
con el alma destapada
al "café vivo",
como si me quisiera demostrar que
es horrenda y maravillosa al mismo tiempo,
que no tengo "porqué avergonzarme"
diciéndome: ¡pero si este es tu estado puro, el más genuino!
La escritura no me deja,
ni yo a ella,
como un matrimonio que por la costumbre de los años
resuelve que es mucho mejor quedarse juntos, que separados,
y concluyen que el amor es ese algo difícil,
que es preferible no definir.
La escritura que me alborota,
(porque me pone colorada de la pena, de la rabia y el cariño)
es una escritura libre,
que a pesar del miedo a equivocarse,
viene y se equivoca con ganas,
porque peor es arrepentirse de lo que no se hizo.
Y esta escritura tan sinvergüenza,
me deja ver ese lado incomprensible e inaccesible de ella,
y de mí,
que de otro modo jamás podría describir,
porque le tengo fe a las palabras;
esperando, casi siempre,
que me suturen las heridas,
las que abrieron en el principio,
desde la primera letra,
con la única esperanza de que me sigan salvando de mí misma,
en ese momento,
en el que no hallo mi punto de encuentro.
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