Ardía un septiembre,
como si fuese julio durante la tarde,
estaba el cielo despejado sin ninguna nube posándose delante del sol,
se sentía todo seco,
y algunas gotas de sudor rodaban por la espalda de aquella morena diminuta y risueña,
que aturdida por el viento caliente,
se ató una trenza con suavidad por su larga melena,
y para añadirle belleza a lo que ya por naturaleza es precioso,
se colocó pequeños cláveles entre sus cabellos,
que se sostuvieron con firmeza, radiantes como de costumbre.
La morena recorría su casa vacía,
pero no de muebles, sino de personas,
pues hacía mucho que vivía sola, aunque nunca se sentía de esa manera.
Y sacudiendo las repisas llenas de libros,
¡Qué digo libros! historias,
se quedó en una que le gustaba bastante,
y la leyó nuevamente,
de reojo, con rapidez,
como quien repasa un recuerdo, una memoria.
Y le germinaron unas cuantas lágrimas:
una por orgullo, dos por persuasión, tres por sensibilidad.
Entonces se levantó decidida,
segura de que todos los fuegos se habían esparcido en su interior,
y le escribió a un amor caracterizado por el desamor; herido y vendado.
El amante y amigo respondió al instante,
acordando visitarla más tarde para conversar,
como solían hacerlo algunas veces al año,
para hablar de cuanto tema se les atravesase por delante,
especialmente de todos los acontecimientos que les sucedían por separado,
y evadiendo a toda costa aquello que entre los dos flotaba como pequeñas motas blancas:
un afecto silencioso, intenso, inexplicable por estar falto de palabras.
Al fin y al cabo, eran bonitas formas para perderse
o ideas para encontrarse.
Pasaron las horas y la dulce morena encendida en candelas carmesí,
se arregló con simpleza, esperando con paciencia
la llegada del muchacho que decía quererla y se ponía feliz al verla.
Y siendo las 11:50 pm llamaron a la puerta,
despertando una simpática fiesta de tambores en el corazón de la morena.
Se saludaron con abrazos y muchas risas,
intercambiaron piropos, dichos y alabanzas,
se burlaron de ellos mismos,
caminaron por el pasillo y se ubicaron en la sala.
El sofá se sentía como un bosque,
pues a pesar de ser tan amplio, se acercaron lo suficiente, como para no perderse.
Y habiéndose hablado cara a cara, olvidando cada detalle del mundo exterior,
la morena preguntó tan tímida y nerviosa como pudo:
¿Quieres quedarte a dormir?
Sorprendido, pero rendido a la petición (más que a la pregunta),
dijo que sí,
y con lentitud se escabulleron en la cama y trataron de conciliar el sueño,
pero al cabo de un rato,
el amante se acercó con sigilo, besándole los pómulos y los labios,
besos atípicos, que saben a libertad,
mientras que ella se aferró a sus hombros,
como hechizada, en Suspense, expectante.
Y él, con todo el permiso que tuvo,
sin prisa y sin censura,
exploró el cuerpo de la morena,
recorriéndolo a detalle,
como quien aprecia una obra de arte,
e inevitablemente encantado por ella,
no puede dejar de observarla.
Se deleitó cuanto pudo,
absorbiendo su piel, desvistiendo su alma,
Diciendo a susurros suaves:
"Eres hermosa".
En ese instante,
el tiempo se detuvo, ¿Sabrás por quién se detiene?
Y ella, atónita por su amante,
cual escultura y poema,
retrato vivo, fotografía a blanco y negro,
sintió cómo todas las aguas rebosaban su ser,
levantándose en su interior olas inmensas de cariño,
que a la caída,
hacían tambalear muchos dolores y miedos internos.
Justó allí, la morena se hizo océano,
pues sin poder contener nada,
brotó un llanto sereno,
inaudito, delicado.
Él, invadido por la fascinación, pero comprensivo,
como entendiendo todo y nada a la misma vez,
la consoló con caricias en las mejillas y las orejas,
la arrulló como la luna arrulla a las estrellas.
Ese día todos los fuegos y todas las aguas se pasearon juntas,
ese día se descubrieron todos los secretos,
pero los amantes seguían confiando.
Sin embargo, fue solo un preámbulo,
para lo que estaría por acontecer,
quizá se tratase de una tragicomedia,
una dramaturgia o solo un acto, una escena,
una historia con final abierto,
para un nuevo presente que se tejería con espinas,
unas cuantas incertidumbres y largas ausencias,
en el que ya no quedarían ningunos fuegos, ningunas aguas.
Pues muchas nadas, hacen un todo muy grande.
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Ilustración
Close-up Kiss 1988. Dean Graham
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